viernes, 27 de marzo de 2009

El fin de los bares.


Un artículo de Joan Barril publicado en El Periódico de Catalunya.


Una de las instituciones más genuinamente humanas que existen es el bar, el café, la cantina, el salón de té, el diván o díganle como prefieran. Sin duda, se trata de una de las instituciones más antiguas de la humanidad. El ser humano dispone de su ámbito privado, pero en el primer estado de socialización inventa enseguida un ámbito público, que va desde la sombra de un árbol en la sabana hasta los selectos clubs británicos. En el ámbito de esa hostelería de encuentro, todo es posible. En la Hostería del Laurel, Don Juan y Don Luis Mejía se contaron sus hazañas. En los bares del oeste americano se pedía no disparar al pianista. En la cervecería Bürgerbräukeller de Múnich, Hitler protagonizó un amago de golpe de Estado. En el Café de Pombo, Ramón Gómez de la Serna se pasó las horas muertas al servicio de la literatura. En Els 4 Gats, los modernos se convirtieron en movimiento. Incluso hace un par de días un ciudadano vasco al que le habían reventado la casa decidió vengarse y, armado con una maza, la emprendió con la Herriko Taberna de su pueblo. Todo lo humano, lo más glorioso y lo más abyecto, se encuentra en los bares y en los cafés. Si un desastre nuclear redujera la población mundial a unos pocos centenares, lo primero que se reconstruiría de nuevo sería un bar, aunque solo fuera por la necesidad de estar juntos.

Pero hay una prevención especial contra los bares. Todas las religiones han desconfiado de esos ámbitos libérrimos. Y, al decir todas las religiones, no me refiero a las del espíritu, sino también a las del cuerpo. De nuevo vamos a hablar del nocivo hábito de fumar. Fumar mata, sí, señores. Sería conveniente que la gente dejara de fumar, pero, por lo visto, no es fácil. Supongo que los doctores que saben de los peligros del humo también deben de saber las dificultades de la adicción, pero eso, por lo visto, no cuenta. Al fin y al cabo, se habla de "la batalla contra el tabaco". Y las batallas solo se dan por finalizadas con la rendición del enemigo. Y, al enemigo, ni agua.

Suscribo plenamente la causa antitabaquista, pero se acrecienta la sospecha de una mala praxis en la erradicación del consumo. Es absolutamente lógico que se impida fumar en iglesias, aviones, empresas, escuelas, hospitales y todos los ámbitos a los que acudimos por causas distintas del placer. Pero queda la hostelería. Y, curiosamente, la batalla solo se va a dar por ganada cuando el tabaco se prohiba en esos establecimientos. En su obcecación reglamentista, se espera que el legislador se imponga a la voluntad de los propietarios o al desembolso que muchos han hecho para garantizar la estanqueidad de los distintos espacios. Al igual que la canción, también el humo ciega sus ojos, pues en la defensa legítima de espacios sin humo se deja a los fumadores y a los propietarios de los bares para fumadores sin ningún tipo de defensa.

Los derechos de los no fumadores se aplican en todas partes, pero no se permite a los bares decidir su modelo de negocio. Los fumadores no tendrán ningún derecho a reunirse en ámbitos públicos. No habrá excepciones. O sea: que esa es la manera más fácil de gobernar. Sin excepciones, sin matices, sin escuchar a los afectados, sin ofrecer alternativas. "Hemos dicho que no y será que no". Pues, ya ven: se acabaron los bares para los fumadores y para aquellos que les acompañamos. Lloraré en su día la muerte de mis muchos amigos fumadores, pero mientras tanto inventaré una vida casera para poder estar con ellos dentro de la ley y lejos del bar. Es hora de cerrar.

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